El 19 de julio de 1989, el vuelo 232 de United Airlines despegó de Denver rumbo a Chicago con 296 personas a bordo. Poco más de una hora después, a 37.000 pies de altitud, el motor trasero del McDonnell Douglas DC-10 explotó violentamente. La explosión no solo destruyó el motor, sino que cortó todas las líneas hidráulicas del avión, dejando a la tripulación sin control sobre los alerones, timón o elevadores.
Lo impensable sucedía: un gigantesco avión comercial sin sistema de control de vuelo. Y, sin embargo, gracias a la pericia del capitán Al Haynes, la colaboración con un instructor de vuelo que viajaba como pasajero, y un equipo de cabina que no se rindió, el avión fue dirigido únicamente usando los dos motores laterales. Su destino: un aterrizaje de emergencia en Sioux City, Iowa.
El impacto fue brutal. El avión se partió en pedazos, envuelto en fuego y caos. Pero contra toda probabilidad, 185 personas sobrevivieron. Aquel día fue una tragedia… pero también una muestra de heroísmo, sangre fría y milagro humano frente a lo imposible.
El vuelo 232 sigue siendo uno de los casos más estudiados en la historia de la aviación: por lo que salió mal… y por todo lo que se hizo bien.